Wilson Fisk: el terror de nuestros días

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Estoy a punto de finiquitar el visionado de la notable segunda temporada de Daredevil y ya puedo constatar que el Wilson Fisk del genial y soberbio Vincent D’Onofrio es el villano del mundo de los superhéroes que más pánico da. Fisk no tiene más superpoder que el ingenio y la inteligencia para delinquir, sobornar y coaccionar para conseguir su gran objetivo: el poder. La violencia y el asesinato son siempre sus segundas opciones. Los guionista de la serie y D’Onofrio han entendido al personaje y lo han redimensionado sin perder de vista la enfermiza realidad que nos subyuga.

Por degracia, en esta segunda temporada, el gigante de la cocina del infierno apenas ha aparecido, y aquel tenso in crescendo narrativo de la primera temporada ha dado paso a un ritmo algo más irregular y alicaído de la trama. Pero ya entraré en ello cuando culmine la serie. Ahora quiero centrarme solo en el décimo episodio de la segunda temporada, en la escena en la que Murdock visita a Fisk en la prisión de máxima seguridad donde está confinado, por todo lo que conlleva. Dicha visita no es por cortesía sino para hacerle saber que está al corriente de sus pesquisas, que sabe que sigue moviendo los hilos desde allí, y que por ello continuará haciéndole la vida imposible con la Ley en la mano. La reacción de Fisk es terrorífica, furibunda, aterradora; se deshace de sus esposas, que nunca estuvieron presas, y lo zarandea con rabia hulkiana talmente como si el alter ego del hombre sin nombre fuera un muñeco de trapo. El poder y la corrupción aplastando a la Ley. Fiel metáfora de los tiempos que corren, de poderosos y corruptos que nunca, nunca, desfallecerán, y menos ante el irrisorio influjo de una justicia que no atiende a ver. La escena acaba con Murdock marchando de allí traspuesto, medio inconsciente, sangrando, ante la atenta y perturbadora mirada de Fisk, que lo despide sonriendo al grito de: ”¡Tenemos que repetirlo, señor Murdock!”. Magnífico. Aterrador. Hiperrealista.

Seguramente Daredevil volverá y no dará tantas facilidades como el ingenuo y católico letrado que intenta contenerlo desde una esquizofrenia mal diagnosticada, pero el mensaje ya se le ha calado en sus huesos, y es terrorífico: la Ley ha muerto. Ha perdido su turno. No es tiempo para ciegos, sino para los valientes, para vigilantes con calaveras pintadas en el pecho a base de sangre, sudor y lágrimas. Quien quiera y sepa que haga una mirada global: verá reflejado al mundo que nos rodea preso de la corrupción y el poder, enfermo de muerte, agónico. Lo peor de todo es que en este mundo real, el nuestro, no hay Daredevils ni Castigadores, y sí muchos Wilson Fisks.